jueves, 5 de mayo de 2011

Con los ojos abiertos y en silencio



Quién pudiera seguir tus pasos. Esos pasitos delicados, de cristal.
Y no sabías lo que te estaba pasando. No sabías lo que le pasaba a tu cuerpecito.
No sabías qué es lo que había interrumpido esos juegos sin tiempo que solías respirar tan naturalmente, como el suspiro de un ángel que ni siquiera sabe que es un ángel.
Te fuiste joven. Tan joven.
Daría lo que fuera por uno más de esos momentos perfectos: sólo mirarte un rato, acurrucado, cansado por esos juegos y caminares de perfecta y simple inocencia, cuando daba la sensación que te sumergías en los sueños con un suspiro de inconmensurable fragilidad.
Eres todo lo que podía haber de sagrado. Mi talismán de inocencia. 
Tu jugabas y caminabas entre las cosas como si no hubiese nada más sagrado que lo que estabas haciendo.
Jugabas como si no existiese ni tiempo, como si no importara el lugar, como si fuera la primera vez. En silencio… los ojos abiertos y en silencio.
Ese silencio… a cada pasito, dotándolo todo de gracia, de cristalino aire vital, de una eternamente renovada primera vez. Cada pequeña cosa era para ti importante, hasta la más sencilla. Eras experto en crearte un mundo nuevo cada día y hacerlo eternamente fascinante.
Me enseñaste que la vida tiene su ritmo, y que hay que saber como verlo, sentirlo, y luego seguirlo, bailar acompasado a él. Sólo así sabes que lo que vives a cada momento existe, que no ignoraste, que no tiraste lo que ese momento tenía que ofrecerte a la basura.
Y es así como vuelves a sentir que vivir vale la pena. Con los ojos abiertos, en silencio, con pasitos finos de cristal.
Es como que algo fuera violentamente arrancado de tu vida. Esa familiaridad desgarrada. Pestañeas y esperas que al abrir tus ojos vuelva a estar ahí, pero no lo hace.
Y sobre todo por ser tú el que se fue, que jugabas con gozosos ojos de niño deleitado de nada más estar jugando con mi mano, se siente más violento aún; tú, que te asombrabas con cualquier ínfimo mosquito volando por sobre tu cabeza; tú, que nunca pedías ni tomabas nada de nadie; tú, que estabas con los ojos cerrados cuando te fuimos a buscar, y con tu collar de siempre... (no puedo creer que no los abrirás nunca más).
(lágrimas...)
Te quiero llorar, amigo mío. 
Hasta siempre.
Ya nos veremos por ahí. 
Sólo prométeme una cosa: sentirte de vez en cuando.

No hay comentarios:

Publicar un comentario